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22/02/2020

Un Lucario llamado Z - cap. 1

En mitad de ninguna parte


¿Dónde estoy?
Noto el suelo bastante duro, pero no parece plano… Debe ser de roca.
Abro lentamente los ojos… y a medida que mi visión se aclara, puedo identificar la zona en la que yo me encuentro como una sima poco profunda.
Resulta exagerado pensar que yo había provocado tamaña concavidad en la tierra… pero entonces ¿por qué me dolía todo el cuerpo?

Mientras me levantaba del suelo con el propósito de inspeccionar el lugar, hurgué en mi memoria tratando de recordar el último evento acontecido… pero me di cuenta entonces de que yo no me acordaba de nada. Ni siquiera de mi nombre.
¿Yo había perdido la memoria?
Seguramente, ya que ni siquiera recordaba tener el cuerpo de un canino antropomórfico… pero para mi fortuna encontré un enorme charco donde podía contemplar mi reflejo:
No sé cómo puedo saberlo, pero yo era un Pokémon, específicamente un Lucario con una apariencia desgreñada y con los tres pinchos (uno en el pecho y otro sobre cada palma superior de mis manos) más pequeños.
Tras refrescarme con el agua del charco, me dispuse salir de la sima. Para ello agrupé unas grandes rocas para escalar a través de ellas y subir al exterior. Me costó mucho hacerlo a pesar de que yo contaba con una fuerza desproporcionada en relación con mi tamaño, pero al final lo logré.

Aaahh… Qué gusto da respirar aire fresco… y más si proviene de un paisaje tan bonito como el frondoso bosque que tenía enfrente.

Imagen de Lukasz Szmigiel (unsplash.com)

No veía inconveniente en adentrarme allí, así que me dispuse a aprovechar los últimos rayos solares antes de que comenzara el crepúsculo.

A los pocos minutos, cuando ya empezaba a notar un poco de hambre, divisé en la lejanía un carro de madera destrozado. Me aproximé para inspeccionar el equipaje… y fue entonces cuando me adueñé de una bandolera que contenía un trapo rojizo que ponía «JOY», una cuerda y un largo jirón de lino. Estos dos últimos materiales los combiné para fabricarme un taparrabos, pues no me molaba nada pasearme por ahí con los genitales al aire. También me até el trapo rojizo alrededor del cuello, pues algo me decía que llevarlo encima me beneficiaría de alguna forma.
En el carro también había un par de sacos y un cofre. Dicha caja contenía monedas, billetes, un disco de color malva y una piedra translúcida que parecía tener un sol dentro.
Lo almacené todo en la bandolera para luego abrir los sacos… y cuánto me alegré al descubrir que estaban llenos de comida.

Mi suerte había cambiado repentinamente cuando entró en escena un grupo de monos enfurruñados y con narices de cerdo. Enseguida los identifiqué como Mankey.

- ¡Eh, tú, deja esos sacos o te moleremos a palos! – me amenazaron.
- Je je, qué bien han debutado soltando una rima. – reí para mis adentros antes de reaccionar. – Perdonad, pero estos sacos los vi yo primero.
- ¿Qué pasa, quieres pelea?
- Mirad… para demostraros que no busco problemas a pesar de que vosotros estáis ansiosos por armar camorra, os dejaré este saco, pero este otro me lo quedo yo. Hala, adiós. – dije antes de cargar con uno de los sacos y luego regresar por donde vine.
- ¡Quieto ahí! – me detuvo otro Mankey. – ¿Qué llevas en esa bolsa?
- … Nada. – mentí con el objetivo de que me dejaran en paz.
- Déjame ver.

Y justo cuando el Mankey se situó a un metro de mí, yo lo derribé para luego darme a la fuga con el saco. No lo conseguí, pues por culpa del peso del saco los Mankey terminaron acorralándome, no sin antes de que uno me noquease con un «Golpe kárate» que me obligó a estamparme contra un árbol.

- ¿Y ahora qué se supone que me vais a hacer, pegarme una paliza o quitarme la bandolera? – cuestioné a punto de asumir mi derrota.
- Las dos cosas. – respondió dolorido y furioso el Mankey que yo había derribado. – Así que prepárate porque…

Antes de que pudiera acabar la frase, un enjambre de Beedrill emergió de la maleza y atacó sin piedad a los Mankey, los cuales se defendían como podían. Uno de los Beedrill se dispuso a arremeter contra mí, pero yo eludí el ataque por los pelos. Fue entonces cuando vi la razón de por qué intervino aquel enjambre: Resultó que yo, antes de chocarme contra el árbol, había derribado por accidente a un pobre Weedle, una especie de oruga que debía ser la cría de alguna de esas abejas.
Traté de disculparme, pero el Beedrill estaba totalmente fuera de razón y continuó atacándome, así que no me quedó más remedio que aprovechar el altercado para recuperar el saco y marcharme a todo gas. Al intentar eso último yo había entrado inesperadamente en un frenesí que triplicó mi velocidad, obligándome entonces a embestir contra todo lo que se me pusiera por delante. Descubrí entonces que yo conocía el movimiento «Velocidad extrema».


Buf… Puede que este bosque sea agradable a la vista, pero la fauna parece muy hostil.

Me senté en un peñasco a descansar un rato, y ya de paso picoteaba algo de lo que había en el saco.
La mayoría de alimentos eran bayas… pero como desconocía los efectos de su consumo, preferí comer una manzanita, que me pareció lo menos sospechoso. Al final acabé zampándome dos manzanitas (que tenían más o menos el tamaño de mi puño), pues el encontronazo con los Mankey, más la carrera que me pegué para huir tanto de ellos como de los Beedrill, me había abierto aún más el apetito.
Debo aprender a defenderme si no quiero pasar el resto de mi vida huyendo de cualquier Pokémon que se muestre agresivo conmigo… pero ya más tarde, que me parece que he comido más de la cuenta… justo ahora que el sol se estaba poniendo. ¡Seré gilipuertas!

Me acordé entonces de la sima en la que desperté. Como ésta me pareció el sitio más seguro localizado hasta ahora, puse rumbo hacia allí a pesar del atracón que acababa de darme y de lo mucho que me había alejado.
Por el camino me topé con algo parecido a un lobezno tirado en el suelo. Me acerqué para verificar que era un Zorua. No estaba muerto; su corazón aún latía, pero se encontraba en un estado muy grave a causa de los moretones distribuidos por casi todo su cuerpo.
Sería un desalmado si dejase a ese Pokémon a merced de algún depredador, de modo que cargué con él y reanudé el trayecto.

Conseguí llegar a mi destino antes de que el cielo se tiñera completamente de negro y fuera iluminado exclusivamente por la luna llena.
Tuve que bajar con mucho cuidado por las rocas que yo había amontonado para salir de dicho agujero… pero acabé resbalándome y me di un buen mamporro. Lo sorprendente fue que apenas me dolió, como si mi piel estuviese hecha de un metal flexible.

Imagen de Angel Santos (unsplashed.com)

Ya en lo profundo de la sima, para abrigarme no vi más opción que romper el saco para así obtener un par de mantas, y que con una de ellas envolví al Zorua. Almacené todos los víveres que podía en la bandolera para después taparme con la manta pese a haberme enterado entonces de que yo no tenía casi nada de frío. ¿Acaso yo era térmicamente insensible? Bueno, el caso es que tampoco me encontraba muy cansado, así que para matar el tiempo extraje el disco de mi bandolera para acabar enterándome de que tenía una etiqueta que ponía «MT Psíquico»… y sin previo aviso, dicho objeto resplandeció a la par que una misteriosa energía inundó mi cuerpo, obligándome a extender el brazo en dirección a una gran roca para elevarla en el aire como si la agarrase una gigantesca mano invisible. Luego de agitar el brazo para azotar la roca hasta romperla, la etiqueta del disco desapareció y éste se volvió blanco. ¿Qué demonios había pasado? ¿Yo había adquirido un nuevo poder? Pues aleluya; ahora puedo controlar los objetos de mi entorno con la mente.
No obstante, aquello no resultó ser tan sencillo, pues requería bastante concentración para mover un objeto de más o menos mi tamaño con sólo desearlo.

Luego de intentar levantar psíquicamente una roca casi tan grande como la anterior más de tres veces, me empezó a doler la cabeza. Ahora sí que debía descansar.

Tras cubrirme de nuevo con la manta y comprobar que el Zorua seguía inconsciente, me acosté a contemplar la luna. Qué hermosa era. Me sentía como si estuviera viendo la sonriente cara de mi mamá mientras me acunaba con sus brazos en forma de resplandor celeste… Y de pronto caí en la cuenta de que yo ni siquiera recordaba a mi madre. Eso me puso triste… pero no es momento de lamentarse por haber perdido la memoria; ahora hay que dormir y reponer fuerzas. ¿Quién sabe lo que me esperará cuando el sol vuelva a brillar?

Imagen de Vinícius Henrique (unsplash.com)

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